Robe Iniesta en concierto
Un Mundo desde el Abismo

Robe Iniesta
o la poesía del abismo

El último trovador del desarraigo
Por REFO | 10 de diciembre de 2025
Y cuando tenga que irme de este mundo /
llevaré tu recuerdo bien atado /
para que no se escape por el camino.

El 13 de septiembre de 1996, en el campo de fútbol La Sindical, asistí con la hermandad de siempre a ver Extremoduro y Platero y Tú, en un concierto conjunto que ha quedado para la mitología de la música en directo en Salamanca. Formaba parte de la gira conjunta en la que presentaban, respectivamente, la etapa de Agila y el tirón de Hay poco rock and roll. Fue un concierto apoteósico. Cuatro horas de rock y amistad entre cerveza, puños en alto como afirmación colectiva, como gesto tribal de pertenencia que nos hacía invulnerables, tragando polvo del suelo como si no hubiera mañana. Hasta tal punto, que al final de aquel concierto interminable salimos llenos de barro por dentro y por fuera, con la garganta destrozada de gritar las canciones grabadas a fuego, los oídos zumbando todavía, y esa extraña certeza de haber vivido algo que no olvidaríamos. Uno de los espectáculos que más he disfrutado en mi vida, de esos que te marcan por dentro para siempre, como un evangelio eléctrico de liturgia pagana en el que la comunión se repartía en katxis de cerveza.

El año pasado, el 28 de septiembre de 2024, llevado por la nostalgia y por la necesidad de volver a ver a Robe en directo, asistí —como media ciudad, entregada a la poesía del maestro— al Enjoy! Multiusos (Pabellón Multiusos Sánchez Paraíso), dentro de la gira Ni santos ni inocentes, con motivo de la presentación del que ha sido tristemente su último disco, Se nos lleva el aire. Casi tres décadas separan una fecha y otra, y sin embargo la memoria ejecuta su propio raccord: en ese lapso temporal caben todas las derrotas que Robe cantó como si fueran victorias: los amores que se fueron por la vereda de la puerta de atrás, los trabajos que te rompen el espinazo sin darte ni las gracias, las noches en las que saliste corriendo para huir de todo lo tuyo buscando el fin del principio, las mañanas en las que te levantaste con resacas innombrables. Entre 1996 y 2024 caben veintiocho años de aprendizaje, en los que la vida es demasiado corta para vivirla a medias. Robe nos enseñó que hay que ensanchar el alma, aunque duela, que somos animales heridos intentando volar con las alas rotas. No puedo evitar pensar en las noches de borrachera del Arenas, del Paniagua, del Ciao, del Utopía, del Idiota… de las fiestas en pisos universitarios que ni siquiera conocíamos, pero que recuerdo como propios porque Robe los cantaba y al cantarlos los convertía en nuestros, en memoria colectiva de una generación que creció con sus acordes desgarrados como banda sonora de nuestro propio desaliento. Cada canción era un espejo sucio donde nos mirábamos sin miedo a reconocer las cicatrices.

Aquel último concierto arrancó con Hombre pájaro, cuando Robe se dirigió a nosotros con esa voz quebrada por el tiempo, pero intacta en su verdad: «Me he levantado de la cama esta mañana en Salamanca, me he levantado sin ganas, esta noche es que no he dormido bien». Y todos asentimos, porque además de uno de los últimos clásicos de su disco, esa frase era nuestra biografía resumida en pocas palabras. Habíamos llegado a este punto con un trazado existencial de poesía marginal. En ese quiebro temporal, me vi de nuevo con veintiún años, cantando todas aquellas canciones que entonces creía entender y que solo ahora, casi tres décadas después, comprendo de verdad. Desde Destrozares hasta Tu corazón o emocionándome con Carlitos Pérez arrancando al violín el llanto de Nana cruel y levantando el puño en esa armonía gregaria que solo permiten los himnos compartidos cantando Contra todos. Sonaron los Puntos suspensivos (esos que dejamos colgados en cada conversación inconclusa de nuestras vidas) y poco después apareció en escena por primera vez el espíritu de Extremoduro en el Cuarto movimiento. Y en ese preciso instante a todos se nos encogió el alma, porque volvimos al pasado sin movernos del presente, cantamos a grito pelado Standby, para alcanzar el cenit emocional con Si te vas, esa despedida que hemos pronunciado mil veces sin saber que la definitiva llegaría tan pronto, y volver otra vez al último disco con El poder del arte y regresar de nuevo a los ecos pasados de Salir (beber y el rollo de siempre). Y allí todos sentimos la condensación vital de una soledad metafísica absoluta en la que nos hemos visto reflejados alguna vez, esa letra que alude al deseo de escapar de uno mismo que nunca se consuma, el eterno retorno del que Robe fue profeta descalzo. El concierto se cerró con Ama, ama, ama y ensancha el alma, que compuso Chinato, el poeta de Puerto de Béjar, y otro himno sempiterno de Extremoduro.

Sus últimas palabras —"Hasta siempre, siempre, siempre"— parecieron entonces un gesto retórico, la despedida ritual del artista ante su público. Y, de alguna manera, supimos que se trataba de un momento irrepetible que entonces no sabíamos irrepetible, pero que hoy duele como premonición cumplida. Aquel concierto formuló una síntesis ordenada de su obra, como un flashback que atravesaba décadas de nuestras vidas, y dejó una especie de sed metafísica en el Multiusos, idéntica a la que sobreviene cuando termina una película cuyo último plano secuencia no resuelve, sino que agranda el enigma. Y eché varias lágrimas por volver a ver aquel mito en directo. Por tantos y tantos recuerdos que han llevado su música como banda sonora en mi vida. En alegrías, cogorzas, fracasos, desengaños, tristezas y sonrisas que anidan en muchos de los pasajes en los que Robe y Extremoduro pusieron voz a esta memoria compartida por tantas personas.

Genealogía de un inadaptado

Robe construyó su leyenda desde la insolencia y la distancia, desde el rechazo a cualquier forma de sometimiento. Empezó en Plasencia con Dosis Letal, tocando en garajes y bares de mala muerte, y cuando fundó Extremoduro a finales de los ochenta, ya llevaba tatuado ese gen de inadaptación que nunca abandonaría. Los primeros discos —Rock transgresivo, Somos unos animales, Deltoya— eran manifiestos de furia telúrica, canciones escritas desde la cuneta del sistema, donde la poesía nacía del desprecio a todo lo establecido. Robe no quería gustar, quería incomodar. Era antipático cuando le daba la gana, esquivo con la prensa, insumiso por principios, no por pose. Rechazaba premios, huía de los focos, despreciaba el mercado. Y, sin embargo, cada disco suyo se convertía en fenómeno masivo porque su poesía brutal tenía esa rara capacidad de acortar distancias: te hablaba desde la provocación, pero llegaba directo al corazón.

Con Agila alcanzó la consagración definitiva, ese equilibrio imposible entre radicalidad artística y comunión popular. Aquellas canciones condensaban la esencia de los grandes himnos generacionales que vertebraban toda una filosofía de vida: la del que vive al margen, pero sin victimismo, la del que escupe a la cara del poder, pero no pierde la ternura pasional. Luego vino La ley innata, donde Robe demostró que la madurez no tiene por qué ser sumisión, que se puede envejecer sin renunciar al filo. Nos deja tanto: Jesucristo García, Deltoya, Desidia, Ama, ama, ama y ensancha el alma, Amor castúo, Necesito drogas y amor, Quemando tus recuerdos, Standby, Pepe Botika, Golfa, La vereda de la puerta de atrás, Salir, ¿Dónde están mis amigos?, La canción de los oficios, El Día de la Bestia (junto a Albert Plá), Prometeo, Dulce introducción al caos, Un suspiro acompasado, El hombre pájaro, Puntos suspensivos… y tantas y tantas otras. Cada canción era un tratado existencial disfrazado de rock que pone la piel de gallina porque nos las sabemos de memoria.

Cuando Extremoduro se disolvió en 2019, muchos creyeron que Robe se retiraría. Pero él siguió en solitario porque no sabía hacer otra cosa: Mayéutica, Destrozares y Se nos lleva el aire confirmaron que su voz seguía siendo necesaria, que su mirada descarnada sobre el mundo no había perdido ni un ápice de lucidez y ferocidad. Robe fue siempre un provocador que acercaba las distancias con su poesía, un tipo áspero en las formas, pero tierno en el fondo, alguien que te ponía contra las cuerdas con su verdad incómoda y luego te abrazaba con sus versos. Nunca quiso ser un rockero simpático y admirado ni el rostro mitificado en una camiseta de merchandising. Prefirió ser el hermano mayor díscolo, el que te dice las verdades que duelen, pero que necesitas escuchar. Y por eso lo quisimos tanto: porque era auténtico hasta la médula y jamás traicionó esa rebeldía indómita que lo definió desde el primer día.

Porque su genio no radicó solo en escribir canciones, sino en construir el himno secreto de toda una generación que aprendió con él que la poesía no vive en los libros sino en la calle, en el barro, en la derrota dignificada por el grito. No escribía canciones: escribía diagnósticos del alma contemporánea, tratados de patología existencial donde la anomia, el desarraigo y la alienación dejaban de ser conceptos sociológicos para convertirse en carne viva, en bramidos amplificados. Sus letras destilaban una lucidez brutal sobre la condición humana, esa conciencia dolorosa de que vivimos atrapados en contradicciones irresolubles. "Somos unos animales con traje de personas", decía, y en esa frase estaba toda su antropología: la certeza de que bajo el barniz de civilización late siempre la pulsión salvaje, el instinto que nos gobierna, aunque lo neguemos.

Su filosofía era la del desengaño lúcido, la de quien ha comprendido que no hay salvación posible, pero aun así se niega a rendirse. Robe entendía que la libertad no es un estado de plenitud sino una condena, el peso insoportable del ser arrojado al mundo sin manual de instrucciones, obligado a elegir en cada encrucijada sin garantías de acierto, condenado a la angustia de saber que cada decisión nos constituye y nos define sin apelación posible. La muerte rondaba sus letras como una presencia cotidiana, no como amenaza sino como compañera de viaje, ese memento mori secularizado que los estoicos practicaban cada amanecer y que Robe convirtió en riff eléctrico de guitarra. Y el amor, sentimiento desacralizado, pura nostalgia vital; el dolor de saber que el tiempo nos arranca todo lo que amamos y solo nos deja el recuerdo como señal indeleble. Amar a pesar del dolor, crecer, aunque duela, porque la alternativa es la muerte en vida, la existencia reducida a puro trámite.

Para Robe, el ser humano era parte de esa naturaleza indómita, no su amo. Y por eso sus letras respiraban esa violencia hermosa de lo que crece sin pedir permiso, de lo que se niega a ser domesticado. Al final, la filosofía de Robe se resume en una paradoja: cantar la derrota sin rendirse, asumir el fracaso sin perder la dignidad, enfrentar el abismo sin apartar la vista. Era el poeta del desencanto, pero también de la resistencia. Nos enseñó que se puede vivir sin fe y sin esperanza, solo con la obstinación de seguir en pie. Que la lucidez duele, pero es preferible al autoengaño. Que somos animales heridos intentando encontrar sentido donde no lo hay, y que esa búsqueda absurda es lo único que nos hace humanos. Su legado no son respuestas sino preguntas que siguen candentes: ¿Cómo vivir cuando todo está roto? ¿Cómo amar cuando todo se acaba? Y, sobre todo: ¿cómo seguir cantando cuando no queda voz, cuando el cuerpo se rinde, pero la canción se niega a morir? Robe no respondió nunca. Solo cantó la pregunta una y otra vez, hasta el final.

Hoy que se ha ido para siempre a los 63 años, nos deja huérfanos, pero también herederos de un tesoro incorruptible: la certeza de que fuimos acompañados en la caída, de que nuestras heridas tuvieron melodía, de que alguien supo cantar por nosotros cuando no encontrábamos las palabras. Se apagó la voz del último gran trovador del desarraigo, el filósofo descalzo que desde Plasencia nos enseñó que la transgresión puede ser arte mayor y que la derrota puede ser épica. Con Robe se va una forma irrepetible de entender la canción como confesionario laico: maestro sin academia, sabio sin púlpito, hermano mayor de todos los que sintieron que la vida era demasiado estrecha para sus huesos. Y su ausencia nos obliga ahora a preguntarnos quién coño va a cantar por nosotros la rabia y la ternura que él supo unir como nadie.

Vuela alto, querido maestro y descansa en paz
"con la picha por fuera. Pa' que te la coma un ratón".